28 de marzo de 2006


“HINDENBURG”


"For those who hide,
Who hide their love to depths of life
And ruin dreams that we all knew so, babe"
Led Zeppelin / Four Sticks.


Los patrones que articulan el laberinto de la experiencia humana describen sin lugar a dudas la estructura de procesos, tanto empíricos como dogmáticos, más profundamente compleja que pueda imaginarse, y esa complejidad se agiganta aún más al tratar de vislumbrar su semblanza bajo la luz equívoca y mortecina de las débiles lámparas que alumbran el parto trabajoso de este siglo predigerido. Entre nuestras características más notables en tanto seres sociales, se halla la de poder ser “selectivamente egoístas”, es decir, poseemos la capacidad de dosificar nuestro impulso primigenio de supervivencia hasta convertirlo en amor o en odio según convenga a nuestros intereses personales, manipulando situaciones específicas para lograr un fin determinado amoldado a nuestro “yo” implacable. Este egoísmo extremo en casos particulares solo puede compararse a la libertad malsana que ejercemos en cuanto corresponde a la generalidad, y que nos permite codiciar todo aquello que nos ha sido negado en el pasado y que percibimos como nuestro por derecho inalienable en un ámbito futuro. La reflexión nos demuestra que nuestra idea de felicidad se encuentra estrechamente vinculada al equilibrio y a la saciedad que mantengamos con respecto a nuestras obsesiones, y es obvio que estas obsesiones se hallan referidas en gran medida al signo del tiempo histórico asociado a nuestra existencia individual. La clase de felicidad que pudiera despertar envidia en nosotros solo existe en el aire que hemos respirado o en la música que hemos oído, en los placeres que hemos disfrutado y sobre todo entre las personas que pudimos haber amado o a las que pudimos habernos entregado; es decir, nuestro concepto de felicidad se halla indisolublemente ligado a la idea de la redención implícita en nuestra reafirmación unívoca en tanto entes sociales.
En otras palabras, podremos conjurar nuestra condición humana en la medida en que seamos capaces de redimirnos individualmente y a cada segundo a través de la memoria, de “re-inventarnos” sin cesar ante la precariedad existencial del mundo que nos rodea, de no permitir que la imagen aprehendida de la realidad que experimentamos naufrague ante los embates de este “caos cartesiano” en el cual navegamos. La misma condición se aplica a nuestra visión alienada del pasado, tanto particular como general, la cual atañe invariablemente a la historia como proceso y como sistema. El pasado arrastra consigo un indicador de transitoriedad, por medio del cual nos expone ante el hecho innegable de que somos entes perecederos: “lo que sucedió antes” revela nuestra condición efímera, y nos transforma en seres frágilmente únicos y por tanto no exentos de cierta divinidad. Al igual que toda generación que nos ha precedido, nuestro advenimiento era aguardado por quienes a su vez esperaron de nosotros aquella liberación por transplante que nunca ocurrirá. Como pobre consecuencia, hemos sido dotados de un cierto poder “mesiánico”, una tibia capacidad de redención individual ante la cual tanto las circunstancias históricas como los mecanismos de adecuación espacio-temporales tienen una innegable cuota de responsabilidad y una cantidad determinada de culpa. Y el privilegio a ese derecho microscópico, patente de corzo inmaterial o avatar pseudo-mitológico, como queramos llamarle, no puede ser saldado a bajo costo. Es allí donde nos enfrentamos a esa especie de “angustia metafísica”, a esa sensación de permanente incertidumbre que nos agobia y hace al hombre adquirir conciencia de las razones de su dificultad de ser. Esta ambigüedad esencial entre lo racional y lo irracional, entre lo comprensible y lo insondable, entre lo humano y lo divino, es tan históricamente indispensable como aquella necesidad misma del hombre por encontrar signos culturales que lo reafirmen, así como por generar una tipología especular semiótica incierta en su contenido, acción esta que desplaza de sus hombros una buena parte del peso específico de la estructura significante que sustenta nuestro orden sociocultural (esta irresponsabilidad semiótica se ha convertido en uno de los eventos más comunes dentro del marco discursivo de la post-modernidad) Ateniéndonos a esta premisa, y especulando sobre la identidad de un tiempo vital huérfano de figuras heroicas, es muy probable que quien este cumpliendo en la actualidad con el papel de preservar esa ambigüedad contradictoria en el seno mismo de la sociedad contemporánea sea el dragón de mil cabezas y un solo fuego encarnado por la industria macroscópica de la información.
La experimentación del mundo sensual a través del laberinto informativo solo puede convertirse en una parte útil y necesaria del proceso cognoscitivo si forma una unidad orgánica con otros aspectos del mismo, tales como la práctica operativa y el pensamiento abstracto (los materialistas históricos deberían estar muy al tanto de ello) y solo con auscultar someramente el estado del arte podemos percatarnos de que esta condición esta cumpliéndose cada vez con menor frecuencia en lo que concierne al proceso de comprensión fenomenológica del individuo con respecto a su perímetro existencial inmediato. La información mal argumentada intenta actuar como nodriza del “status quo” en función de urdir una elaborada tramoya que soporte la mentira. Esta es una sombría faceta del conocimiento, ni el pleno mediodía ni la noche entera, es el germen del dimorfismo atávico entre ciencia y religión, la oposición tautológica y eterna entre el bien y el mal; y es precisamente esta razón la que determina que nuestra relación con la cultura de masas sea, en sí misma, infinita. Infinita y perversa, porque no puede existir conclusión o certidumbre, y mucho menos paz, en el sitio exacto en donde la estructura misma de la comunicación ha fundado el reino de la perplejidad, la incongruencia y el ocio. Nunca antes ha parecido tan cierta la afirmación de que los hombres “somos” en el hecho puramente banal. Y aquellos que “informan” saben muy bien de que hablo. En los días que corren, lo irresoluto “es”.



Nuestra relación en tanto consumidores con el mundo real, con la política, con la historia y la cultura, no tiene que ver ya con el interés específico, la inversión, el deber o el compromiso, sino con un tipo enfermizo de curiosidad. Debemos experimentar “todo”, de hecho, el hombre, como cabeza y cola de la sociedad de consumo, se encuentra atormentado por el miedo a “perderse” de algo, cualquier placer, sea el que fuere. Al parecer, ya no se trata de la influencia de los mecanismos inherentes al deseo, o de la simple fascinación por la cosa-en-sí-misma, o quizás no sea ya una inclinación particular lo que este en juego: se trata más bien de una curiosidad generalizada motivada por un genuino sentimiento de ansiedad ampliamente esparcido, una ansiedad omnipresente que coloca al hombre en un permanente estado de crispación e incertidumbre, siempre atento, siempre listo para recoger señales del mundo exterior. Invariablemente, esto lo mantiene inserto en un compás de zozobra e inseguridad en cuanto al correcto desciframiento de cada uno de estos códigos y signos que hipotéticamente le permitirán afinar a posteriori sus patrones de conducta y socialización. Ya no se trata de la ansiedad básica motivada por el temor al trauma, debida a la convicción de que el mundo exterior es fundamentalmente hostil con respecto al individuo. Ya no es más el estado mental de aquel que vive en la constante expectativa del peligro: es la ansiedad de sentirse “a punto de”, pero solo “a punto de”—finalmente— aferrar el objeto del deseo, el significado de la vida, las reglas del juego.
La historia demuestra que la relación del hombre con su entorno ha sido siempre la de dos extraños unidos en el interés por el tormento, sumidos en la dulce ignorancia de sus propias naturalezas; los enfoques sistémicos o procesales en auge que pretenden dar nuevas luces sobre la estructura poiésica de los sistemas vivos, en su intento estéril por otorgar sentido a algo que no pretende tenerlo, han obligado a las ciencias puras a banalizar en igual medida sus paradigmas, maquillando la complejidad de sus sincronismos con ese tinte políticamente correcto tan sospechoso que esgrime una moral holistica como principal bandera del nuevo orden. La charlatanería espiritual y exotérica pretende usurpar el nicho que antes ocupara la religión (en este caso debe hablarse de suplantación por incompetencia) al nutrir la confusión y el desorden filosófico en el interior de este organismo social estructurado en supuestas “capas” o “redes” epistemológicas profusamente imbricadas, tanto en sus inútiles solapamientos como en sus digresiones, y evidenciando lo terminal de su cataclismo moral en la reiteración febril de las paradojas. Basta recordar que con la muerte del idealismo positivista entraron también en metástasis acelerada tanto el cuerpo ético de la sociedad occidental como los juicios estéticos esenciales sobre el arte y su papel transformador —la crisis de la fe— y este proceso, fascista por definición, ha excretado una nueva forma de revisionismo con fecha de caducidad que, apenas recién nacido, ya incurre en el error metodológico de pretender asociar arbitrariamente las diversas partes y propiedades de las cosas y fenómenos, siendo incapaz de discernir los lazos intrínsecos del objeto mismo o de un evento dado en relación con su realidad ambiental e histórica (el hombre es y seguirá siendo, el mismo y su circunstancia).
Cualquier intento por desentrañar alguna verdad, absoluta o relativa, en relación con la interdependencia “ser humano - cultura de masas”, debe necesariamente pasar por la comprensión de que todo aquello que entendemos ontológicamente por “mundo”: Universo, familia, Dios, mercado, comunicaciones, realidad, arte, sueño, moda, etc., todo es producto de un mero juego de representación indisolublemente ligado a significados tanto sociales como semánticos. El metalenguaje codificado de esta puesta en escena se encuentra dominado generalmente por un clima de frustración soterrada que se enrosca sobre sí mismo, desatando una cadena laberíntica de antagonismos que nutren la hipocresía, la mediocridad y el culto descarado por una doble moral cobarde y pendenciera: aquello que vincula masivamente por desgracia aísla individualmente (Mc.Luhan dixit), quien no lo entienda, esta perdido. Los contenidos primordiales de la cultura tienden a disolverse sin remedio, y la oposición visceral entre sistemas de valores contradictorios, que hasta hace poco podía parecer un asunto bizantino, cobra sentido ante un nihilismo no concientizado que se acerca mucho a la estupidez. La incomprensión de las categorías filosóficas y de los fenómenos dialécticos que componen el estado actual de nuestra existencia se generaliza cada día más en este mundo donde el cielo y el infierno parecen tener su precio marcado de antemano, código de barras incluido. Aparentemente es lícito humillar y ofender si antes se ha pagado, y tanto la sutil reserva de dominio ejercida solapadamente sobre otros como el derecho de pernada intelectual, son parte de este pseudo-discurso antinómico que fracasa al intentar determinar los límites posibles de nuestro espectro de acción como seres humanos dotados de una conciencia introspectiva. Mientras esto sucede, nos resguardamos cómodamente tras el olvido sistemático de nuestra herencia y nuestros valores inmanentes en aras de un planeta “globalizado,” que por ahora solo promete estar lleno de aire caliente; y enfrentamos lo inefable armados de un cinismo dogmático, ocultándonos tras el subterfugio de sus crueles aforismos. Sacrificamos el poder asociativo de nuestra inteligencia ante la unificación de criterios en franca involución y creemos haber hallado la paz del espíritu cuando lo que hemos hecho es desarraigar a nuestro espíritu de su propia naturaleza. La estupidez humana es el hidrógeno en estado puro que llena los compartimientos de este gigantesco dirigible que es el mundo, y todos vamos dentro, blandiendo orgullosos nuestros relucientes encendedores de alta llama, fumando alegremente un último cigarrillo.
Los mecanismos reaccionarios que sirven de premisa a esta sub-cultura de la inmediatez fundamentan su decadencia en la patética entropía de los fenómenos que la caracterizan, tercamente dirigidos hacia el anquilosamiento y la inercia, y en la escasez preocupante de contenido tras la mayoría de sus manifestaciones externas. Y es allí donde la más negra reacción encuentra su mejor caldo de cultivo: forzados a estigmatizar aquello que denominamos “cultura” —e inclusive el más puro y básico “entendimiento”— como condiciones “extraordinarias” dentro del marco de referencias experimentales que componen nuestro hecho cotidiano; habituados como estamos a la mediocridad, procedemos a calificar negativamente todo aquello —gente, situaciones, cosas, imágenes, pensamientos— que no cumple con nuestras expectativas alienadas de lo que debería ser el mundo. Y es justo allí donde pisamos el terreno del enemigo y en donde la filosofía se declara incapacitada para resolver la paradoja fundamental —implícita por demás— entre la crudeza de nuestros procesos vitales y el bastión de resistencia compuesto por los fantasmagóricos paradigmas morales, éticos y estéticos que enarbola la sociedad. La estandarización de los criterios y la vulgarización subsecuente de la dependencia funcional entre los contenidos abstractos y las propiedades de los fenómenos no arroja parámetros efectivos de relaciones entre esa “fábrica de espejos del discurso” tardo-moderno, y el tropismo viral dirigido hacia un bien mayor que caracteriza la experiencia vital.
Solo basta aguardar la chispa redentora, la esquirla ardiente que desate el infierno existencial y que haga inplosionar en mil guerras intestinas este esqueleto de metal herrumbroso que llamamos cultura, oculto tras la fulgurante piel cromada del titanio pulido por la garra enguantada de los cobardes.




® Sergio Márquez.

1 comentario:

Joaquín Ortega dijo...

arriba el apocalipsis y abajo la medianía de los inflexibles!!!

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