28 de marzo de 2006


“HINDENBURG”


"For those who hide,
Who hide their love to depths of life
And ruin dreams that we all knew so, babe"
Led Zeppelin / Four Sticks.


Los patrones que articulan el laberinto de la experiencia humana describen sin lugar a dudas la estructura de procesos, tanto empíricos como dogmáticos, más profundamente compleja que pueda imaginarse, y esa complejidad se agiganta aún más al tratar de vislumbrar su semblanza bajo la luz equívoca y mortecina de las débiles lámparas que alumbran el parto trabajoso de este siglo predigerido. Entre nuestras características más notables en tanto seres sociales, se halla la de poder ser “selectivamente egoístas”, es decir, poseemos la capacidad de dosificar nuestro impulso primigenio de supervivencia hasta convertirlo en amor o en odio según convenga a nuestros intereses personales, manipulando situaciones específicas para lograr un fin determinado amoldado a nuestro “yo” implacable. Este egoísmo extremo en casos particulares solo puede compararse a la libertad malsana que ejercemos en cuanto corresponde a la generalidad, y que nos permite codiciar todo aquello que nos ha sido negado en el pasado y que percibimos como nuestro por derecho inalienable en un ámbito futuro. La reflexión nos demuestra que nuestra idea de felicidad se encuentra estrechamente vinculada al equilibrio y a la saciedad que mantengamos con respecto a nuestras obsesiones, y es obvio que estas obsesiones se hallan referidas en gran medida al signo del tiempo histórico asociado a nuestra existencia individual. La clase de felicidad que pudiera despertar envidia en nosotros solo existe en el aire que hemos respirado o en la música que hemos oído, en los placeres que hemos disfrutado y sobre todo entre las personas que pudimos haber amado o a las que pudimos habernos entregado; es decir, nuestro concepto de felicidad se halla indisolublemente ligado a la idea de la redención implícita en nuestra reafirmación unívoca en tanto entes sociales.
En otras palabras, podremos conjurar nuestra condición humana en la medida en que seamos capaces de redimirnos individualmente y a cada segundo a través de la memoria, de “re-inventarnos” sin cesar ante la precariedad existencial del mundo que nos rodea, de no permitir que la imagen aprehendida de la realidad que experimentamos naufrague ante los embates de este “caos cartesiano” en el cual navegamos. La misma condición se aplica a nuestra visión alienada del pasado, tanto particular como general, la cual atañe invariablemente a la historia como proceso y como sistema. El pasado arrastra consigo un indicador de transitoriedad, por medio del cual nos expone ante el hecho innegable de que somos entes perecederos: “lo que sucedió antes” revela nuestra condición efímera, y nos transforma en seres frágilmente únicos y por tanto no exentos de cierta divinidad. Al igual que toda generación que nos ha precedido, nuestro advenimiento era aguardado por quienes a su vez esperaron de nosotros aquella liberación por transplante que nunca ocurrirá. Como pobre consecuencia, hemos sido dotados de un cierto poder “mesiánico”, una tibia capacidad de redención individual ante la cual tanto las circunstancias históricas como los mecanismos de adecuación espacio-temporales tienen una innegable cuota de responsabilidad y una cantidad determinada de culpa. Y el privilegio a ese derecho microscópico, patente de corzo inmaterial o avatar pseudo-mitológico, como queramos llamarle, no puede ser saldado a bajo costo. Es allí donde nos enfrentamos a esa especie de “angustia metafísica”, a esa sensación de permanente incertidumbre que nos agobia y hace al hombre adquirir conciencia de las razones de su dificultad de ser. Esta ambigüedad esencial entre lo racional y lo irracional, entre lo comprensible y lo insondable, entre lo humano y lo divino, es tan históricamente indispensable como aquella necesidad misma del hombre por encontrar signos culturales que lo reafirmen, así como por generar una tipología especular semiótica incierta en su contenido, acción esta que desplaza de sus hombros una buena parte del peso específico de la estructura significante que sustenta nuestro orden sociocultural (esta irresponsabilidad semiótica se ha convertido en uno de los eventos más comunes dentro del marco discursivo de la post-modernidad) Ateniéndonos a esta premisa, y especulando sobre la identidad de un tiempo vital huérfano de figuras heroicas, es muy probable que quien este cumpliendo en la actualidad con el papel de preservar esa ambigüedad contradictoria en el seno mismo de la sociedad contemporánea sea el dragón de mil cabezas y un solo fuego encarnado por la industria macroscópica de la información.
La experimentación del mundo sensual a través del laberinto informativo solo puede convertirse en una parte útil y necesaria del proceso cognoscitivo si forma una unidad orgánica con otros aspectos del mismo, tales como la práctica operativa y el pensamiento abstracto (los materialistas históricos deberían estar muy al tanto de ello) y solo con auscultar someramente el estado del arte podemos percatarnos de que esta condición esta cumpliéndose cada vez con menor frecuencia en lo que concierne al proceso de comprensión fenomenológica del individuo con respecto a su perímetro existencial inmediato. La información mal argumentada intenta actuar como nodriza del “status quo” en función de urdir una elaborada tramoya que soporte la mentira. Esta es una sombría faceta del conocimiento, ni el pleno mediodía ni la noche entera, es el germen del dimorfismo atávico entre ciencia y religión, la oposición tautológica y eterna entre el bien y el mal; y es precisamente esta razón la que determina que nuestra relación con la cultura de masas sea, en sí misma, infinita. Infinita y perversa, porque no puede existir conclusión o certidumbre, y mucho menos paz, en el sitio exacto en donde la estructura misma de la comunicación ha fundado el reino de la perplejidad, la incongruencia y el ocio. Nunca antes ha parecido tan cierta la afirmación de que los hombres “somos” en el hecho puramente banal. Y aquellos que “informan” saben muy bien de que hablo. En los días que corren, lo irresoluto “es”.



Nuestra relación en tanto consumidores con el mundo real, con la política, con la historia y la cultura, no tiene que ver ya con el interés específico, la inversión, el deber o el compromiso, sino con un tipo enfermizo de curiosidad. Debemos experimentar “todo”, de hecho, el hombre, como cabeza y cola de la sociedad de consumo, se encuentra atormentado por el miedo a “perderse” de algo, cualquier placer, sea el que fuere. Al parecer, ya no se trata de la influencia de los mecanismos inherentes al deseo, o de la simple fascinación por la cosa-en-sí-misma, o quizás no sea ya una inclinación particular lo que este en juego: se trata más bien de una curiosidad generalizada motivada por un genuino sentimiento de ansiedad ampliamente esparcido, una ansiedad omnipresente que coloca al hombre en un permanente estado de crispación e incertidumbre, siempre atento, siempre listo para recoger señales del mundo exterior. Invariablemente, esto lo mantiene inserto en un compás de zozobra e inseguridad en cuanto al correcto desciframiento de cada uno de estos códigos y signos que hipotéticamente le permitirán afinar a posteriori sus patrones de conducta y socialización. Ya no se trata de la ansiedad básica motivada por el temor al trauma, debida a la convicción de que el mundo exterior es fundamentalmente hostil con respecto al individuo. Ya no es más el estado mental de aquel que vive en la constante expectativa del peligro: es la ansiedad de sentirse “a punto de”, pero solo “a punto de”—finalmente— aferrar el objeto del deseo, el significado de la vida, las reglas del juego.
La historia demuestra que la relación del hombre con su entorno ha sido siempre la de dos extraños unidos en el interés por el tormento, sumidos en la dulce ignorancia de sus propias naturalezas; los enfoques sistémicos o procesales en auge que pretenden dar nuevas luces sobre la estructura poiésica de los sistemas vivos, en su intento estéril por otorgar sentido a algo que no pretende tenerlo, han obligado a las ciencias puras a banalizar en igual medida sus paradigmas, maquillando la complejidad de sus sincronismos con ese tinte políticamente correcto tan sospechoso que esgrime una moral holistica como principal bandera del nuevo orden. La charlatanería espiritual y exotérica pretende usurpar el nicho que antes ocupara la religión (en este caso debe hablarse de suplantación por incompetencia) al nutrir la confusión y el desorden filosófico en el interior de este organismo social estructurado en supuestas “capas” o “redes” epistemológicas profusamente imbricadas, tanto en sus inútiles solapamientos como en sus digresiones, y evidenciando lo terminal de su cataclismo moral en la reiteración febril de las paradojas. Basta recordar que con la muerte del idealismo positivista entraron también en metástasis acelerada tanto el cuerpo ético de la sociedad occidental como los juicios estéticos esenciales sobre el arte y su papel transformador —la crisis de la fe— y este proceso, fascista por definición, ha excretado una nueva forma de revisionismo con fecha de caducidad que, apenas recién nacido, ya incurre en el error metodológico de pretender asociar arbitrariamente las diversas partes y propiedades de las cosas y fenómenos, siendo incapaz de discernir los lazos intrínsecos del objeto mismo o de un evento dado en relación con su realidad ambiental e histórica (el hombre es y seguirá siendo, el mismo y su circunstancia).
Cualquier intento por desentrañar alguna verdad, absoluta o relativa, en relación con la interdependencia “ser humano - cultura de masas”, debe necesariamente pasar por la comprensión de que todo aquello que entendemos ontológicamente por “mundo”: Universo, familia, Dios, mercado, comunicaciones, realidad, arte, sueño, moda, etc., todo es producto de un mero juego de representación indisolublemente ligado a significados tanto sociales como semánticos. El metalenguaje codificado de esta puesta en escena se encuentra dominado generalmente por un clima de frustración soterrada que se enrosca sobre sí mismo, desatando una cadena laberíntica de antagonismos que nutren la hipocresía, la mediocridad y el culto descarado por una doble moral cobarde y pendenciera: aquello que vincula masivamente por desgracia aísla individualmente (Mc.Luhan dixit), quien no lo entienda, esta perdido. Los contenidos primordiales de la cultura tienden a disolverse sin remedio, y la oposición visceral entre sistemas de valores contradictorios, que hasta hace poco podía parecer un asunto bizantino, cobra sentido ante un nihilismo no concientizado que se acerca mucho a la estupidez. La incomprensión de las categorías filosóficas y de los fenómenos dialécticos que componen el estado actual de nuestra existencia se generaliza cada día más en este mundo donde el cielo y el infierno parecen tener su precio marcado de antemano, código de barras incluido. Aparentemente es lícito humillar y ofender si antes se ha pagado, y tanto la sutil reserva de dominio ejercida solapadamente sobre otros como el derecho de pernada intelectual, son parte de este pseudo-discurso antinómico que fracasa al intentar determinar los límites posibles de nuestro espectro de acción como seres humanos dotados de una conciencia introspectiva. Mientras esto sucede, nos resguardamos cómodamente tras el olvido sistemático de nuestra herencia y nuestros valores inmanentes en aras de un planeta “globalizado,” que por ahora solo promete estar lleno de aire caliente; y enfrentamos lo inefable armados de un cinismo dogmático, ocultándonos tras el subterfugio de sus crueles aforismos. Sacrificamos el poder asociativo de nuestra inteligencia ante la unificación de criterios en franca involución y creemos haber hallado la paz del espíritu cuando lo que hemos hecho es desarraigar a nuestro espíritu de su propia naturaleza. La estupidez humana es el hidrógeno en estado puro que llena los compartimientos de este gigantesco dirigible que es el mundo, y todos vamos dentro, blandiendo orgullosos nuestros relucientes encendedores de alta llama, fumando alegremente un último cigarrillo.
Los mecanismos reaccionarios que sirven de premisa a esta sub-cultura de la inmediatez fundamentan su decadencia en la patética entropía de los fenómenos que la caracterizan, tercamente dirigidos hacia el anquilosamiento y la inercia, y en la escasez preocupante de contenido tras la mayoría de sus manifestaciones externas. Y es allí donde la más negra reacción encuentra su mejor caldo de cultivo: forzados a estigmatizar aquello que denominamos “cultura” —e inclusive el más puro y básico “entendimiento”— como condiciones “extraordinarias” dentro del marco de referencias experimentales que componen nuestro hecho cotidiano; habituados como estamos a la mediocridad, procedemos a calificar negativamente todo aquello —gente, situaciones, cosas, imágenes, pensamientos— que no cumple con nuestras expectativas alienadas de lo que debería ser el mundo. Y es justo allí donde pisamos el terreno del enemigo y en donde la filosofía se declara incapacitada para resolver la paradoja fundamental —implícita por demás— entre la crudeza de nuestros procesos vitales y el bastión de resistencia compuesto por los fantasmagóricos paradigmas morales, éticos y estéticos que enarbola la sociedad. La estandarización de los criterios y la vulgarización subsecuente de la dependencia funcional entre los contenidos abstractos y las propiedades de los fenómenos no arroja parámetros efectivos de relaciones entre esa “fábrica de espejos del discurso” tardo-moderno, y el tropismo viral dirigido hacia un bien mayor que caracteriza la experiencia vital.
Solo basta aguardar la chispa redentora, la esquirla ardiente que desate el infierno existencial y que haga inplosionar en mil guerras intestinas este esqueleto de metal herrumbroso que llamamos cultura, oculto tras la fulgurante piel cromada del titanio pulido por la garra enguantada de los cobardes.




® Sergio Márquez.

27 de marzo de 2006


"Alka-Seltzer Mon Amour"
(Mención de Honor en el "Premio de Cuento Policlínica Metropolitana 2005")

“Únicamente la esperanza quedó en el vaso, detenida en los bordes”
Hesíodo



—Respirar la efervescencia— penetrar lentamente con la nariz la boca del vaso, para sentir luego en el rostro la leve presión del aro de vidrio y que el hervor químico del líquido roce, imperceptible, la punta afilada del apéndice nasal. Inhalar las burbujas microscópicas de anhídrido carbónico atrapadas entre aquel mar efervescente y el firmamento invertido del rostro, rehogada en nieblas de un paisaje acuoso, vitrificada por el placer del ritual (...en ocasiones, cuando el líquido penetra solo un poco más de lo debido en las fosas nasales, se tiene la grata impresión de que la muerte puede ser una cosa pequeña y húmeda que entra por la nariz ...)


Su rostro, vía láctea al revés, cielo blanquísimo salpicado por inciertos luceros de melanina, se desfiguraba aquella mañana sobre el cristal de la ventana de la cocina, empañado por los vapores de su respiración . Pensó, esa mañana, que aquel reflejo vagamente anfibio se aproximaba mucho más a la imagen que guardaba de sí misma que cualquiera de las viejas polaroids que imantaba contra el refrigerador (pensó que aquella mañana turbia, de seguro, también arrastraría niebla)


Las dos tabletas aún burbujeaban en el fondo del vaso desprendiendo su velo carbónico; la esencia de la reacción le tapizaba el paladar y el olor mineral del agua —que en ocasiones se asemeja tanto al de la sangre de los pájaros— corría desde el grifo abierto en la sala de baño, haciendo crecer estalactitas translúcidas en el interior de la habitación que domina la humedad. Una catedral de agua se elevó desde el surtidor del bidet, ascendente, y ella manipuló, confusa como siempre, las llaves de aquel exiguo trono de loza blanca. Sentada tal y como le enseñaron, recibió en su ingle la mano nerviosa del agua y sus mil dedos diminutos, manteniéndose allí, higiénica, la piel confundida con el enlozado, lo íntimo en húmeda vibración y el recipiente de vidrio en la mano, con la superficie del remolino analgésico ampollada por la eruptiva. Aquel era sin duda su momento preferido del día (un buen momento para el fin del mundo) uno de los muy escasos contenidos en la rutina que reconfortaban su soledad. El baño era para ella un lugar de antagonismos: allí convivían el asco y la perfección, los olores más abyectos y los perfumes más embriagantes. El agua era proyectada hacia arriba o hacia abajo, siempre inundando o escurriendo, succionada por virtud de la gravedad hasta el noveno círculo del infierno o elevada por aspersión hasta el regazo de los santos. Allí se representaban por igual tanto el bautismo del día como la inquisición del sueño, y se mojaba o se secaba la vida de acuerdo con el ánimo de su humedad (El espejo de un baño es el que conoce más secretos) En el palacio de las corrientes y las precipitaciones se ahogaban el prejuicio y la falsa moral del resto del mundo, allí se enjabonaban y también se enjuagaban los pecados domésticos invocando el sacrosanto misterio de sus tuberías. Además, alojaba una biblioteca tan extensa, que permitía leer con igual o mayor detenimiento la etiqueta de algún frasco de alcoholado que a Dostoiewsky, encharcando o lustrando el alma de acuerdo con las culpas evacuadas.
Escapó rápida de los mil aguijones de la ducha, deteniéndose frente al espejo para admirar la dignidad de su precoz decadencia. Procedió a colocarse polvos de talco —ya ni siquiera sabía por qué lo hacía, un año atrás, sin explicación, su cuerpo había dejado de sudar— se calzó aquellas ridículas sandalias y traspasó la puerta entreabierta (jamás cerraba totalmente las puertas, vivía en un mundo forjado para espiar, para ser acechada en la intimidad) Tras de sí, desnuda, suspendió una nube de talcos aromados, abandonando en el espejo el celaje fugaz de su nuca espumosa.


En la distancia, un puente con su alma tensa de acero se suicida, arrojándose al vacío abierto entre dos acantilados irreductibles. Lo contempla a diario desde la claraboya de la cocina e imagina que algún día lo vera cruzar ese mismo puente de vuelta a ella, imaginando que mientras el salva la estructura ingrávida los arcos se desploman, acompañados por el grito que se pierde y el hueso tronchado, y descansa entonces en la certidumbre de que él nunca regresará. Era más sencillo tratar de bordar el delgado hilo del sueño lustrando la venganza.


Un horno de cigarras fermentaba la tarde. El zumbido tejía esporas en el aire mientras ella inventaba máquinas veloces tras el sopor industrial de la siesta. De repente, le nacieron grillos en la tensión arterial del vientre y una certera pesadilla de mil pica hielos habitó su letargo. Las estaciones lamieron, una a una, las plantas de sus pies: Marzo con la lengua áspera del polen, Agosto y sus caballos de papilas y sudor, Octubre, con tristísimos labios amarillos, luego Enero y su saliva de esmeril; soñó en la fiebre del miedo, y cuando la verdad estaba a punto de serle revelada (la condición para que se cumpla la pesadilla es que no sea recordada al despertar) una artillería de granizo le apagó cigarrillos de escarcha sobre la piel. Despertó aturdida por la metralla de hielo y se refugió bajo el alero de la enramada. La vieja silla en la que rumiaba permaneció recostada contra la empalizada de madera, inmóvil, soportando los proyectiles de frío que arrancaban con cada impacto alguna esquirla de sus múltiples pellejos de pintura; el hielo dejaba al descubierto la historia de la silla: su infancia había sido la crudeza de la madre, madera joven, luego una mano de verde, luego rosa, amarillo, y ahora, en su vejez, una sabiduría policromada que ocultaba aquí o allá algún trauma escarapelado subido de violeta. El granizo se derretía rápidamente, cubriendo el solar reseco de columnas de vapor —la tierra sudando frío— y ella atravesó el baldío rompiendo en jirones el aliento denso de lo árido. Ahogó dos tabletas efervescentes en medio vaso de agua (como recomendaba el paquete), se despojó de las ropas húmedas, ropas curtidas, ropas casi de hombre, y se calzó la costumbre anacrónica de las sandalias: era la hora seca de los ventarrones, la hora muerta de esperar.

—Formula: Bicarbonato de Sodio 2 mg, Ácido cítrico 1.16 mg... Ácido Acetilsalicílico... 0.32 mg... Indicaciones: Como analgésico. Para el dolor... de cabeza y malestar estomacal... Alivio sintomático de algunas manifestaciones... del resfriado común, dolores musculares. Precauciones: Si persisten los síntomas consulte a su medico... En caso de embarazo use bajo indicación médica... No usar en régimen dietético de bajo contenido de sodio o úlcera péptica... Dosis: Adultos 2 tabletas cada 4 horas hasta un máximo de 8 tabletas en 24 horas. Personas mayores de 60 años, máximo 4 tabletas al día... Alka-Seltzer debe tomarse disuelto en agua... Debió haber leído aquellas indicaciones por lo menos un centenar de veces. Ahora tomaba probablemente unas catorce o dieciséis tabletas diarias, en ocasiones veinte. Algún día tendría que funcionar, desarraigarle aquello de adentro, aquel malestar ajeno, intolerable. Antes lo tomaba por el sencillo placer que le proporcionaba, placer de mundo pequeño, placer de hormiga y microscopio, pero desde hacía un mes lo ingería en exceso, adicta al fervor, narcotizada por el gorgojeo, en su afán de no continuar habitada por la angustia de aquella circunstancia. Por las noches caminaba dormida y raspaba con los dientes el friso de los muros, comiendo cal, desesperada.

El negro Maltés le compraba en el pueblo los paquetes, y los transportaba junto con los sacos de sal que usaba para conservar la vida efímera del hielo. Cuando quedo sola, la fábrica de hielo se convirtió en su único mundo: el se había marchado sin decir palabra, y junto a su madre tuvo que picar bloques, raspar escarcha y purgar turbinas en medio del frío artificial; Zoila murió pocos meses después cuando un bloque de hielo le partió la espina en dos al caer desde un depósito refrigerado. Entonces quedo sola, con el desierto rodeándola y la incertidumbre del puente colgando en la distancia. La maldijo entonces por haber muerto, y también por haber permitido tantas cosas (“Te toca así porque te quiere”... “El no te haría daño, es tu padre”... “Estas inventando mentiras... eso lo castiga Dios”...) Se hizo maleable ante la desgracia, abandonándose a la transparencia turbia de los bloques de hielo. Fue entonces cuando adquirió aquella expresión boreal ligeramente perturbadora, esa tristeza ambigua que solo poseen las bailarinas pobres que viajan en tren.



El cimarrón llegó esa tarde con catorce sacos de sal y seis paquetes de Alka-Seltzer; era ciego, así que confiaba el destino de la carga, y el suyo propio, a la fiel memoria de su mula y a la buena fe de sus clientes. Maltés terminó de descargar la carreta y ella le ofreció café mientras revisaba los paquetes de analgésico, preparó el pago y lo despachó rápidamente como era costumbre. El negro era el único al que recibía desnuda, solo con las sandalias puestas. Siempre tuvo la impresión de que él podía sentir su desnudez en medio de la oscuridad, y aquello la perturbaba tímidamente. Cuando estuvo sola colocó los paquetes en distintos lugares de la cocina y restauró en el vaso el nivel de agua y el número de pastillas; abrió la puerta de la nevera y se colocó frente a ella para hipnotizar al calor que merodeaba entre los fuegos.

La luz del refrigerador desgajaba en sombras cobardes los volúmenes de su cuerpo sin rebozo: el vientre un tanto engreído, los muslos en el betún de la penumbra, los senos proféticos y las caderas ligeramente abultadas bajo la luz fría, todo ahogado en el temblor huidizo de la esperma… su anatomía en cuclillas frente a la puerta entreabierta, sus piernas, muy parecidas a la puerta misma (debía sentir frío) y el brazo extendido evitando el terco retorno de esta; la axila como un pozo diminuto de oscuridad suspendida y la luz gélida aceitando todo lo que tocaba: debió ser entonces la mujer más desnuda del mundo, y también la más helada. El paquete de Alka-Seltzer sobre el refrigerador, el rostro invisible (un yunque frío dentro del estante de las verduras), aquellas nefastas sandalias de tacón bajo con plumón azul y plástico al frente (infames impostores de la seda y el marabú) que dejaban ver las puntas de los dedos como un atado de espárragos estrangulados; la insolencia del talón: todo carecía para entonces de importancia. Entregarse de esa manera al frío en sacrificio convertía su imagen en un altar, y al menos por un breve instante, y sin saberlo, fue la Santísima y Venerada Virgen del Hielo (La luz del refrigerador es la única que vive eternamente encendida en nuestra memoria, nunca la vemos apagarse en realidad —nos esta vedada esa revelación— quizá sea el reflejo de la luz divina que esclarece el alimento de nuestro espíritu, iluminando a perpetuidad el sustento de nuestros cuerpos)

Pero él regresó. Hacía tres meses, tres vueltas de luna y de almanaque, y regresó como regresan los locos, como no sabiendo a donde o a que vuelven, y ella lo vio venir desde lejos mientras partía el frío en bloques de asombro; lo vio venir como ven los niños a alguien que supuestamente deberían conocer pero no recuerdan, y el estómago se le torció como un trapo. Y regresó por aquel puente que él mismo alguna vez ayudó a construir. Le pareció que aquella silueta encapotada era la del mismo diablo y lamentó que no le saliera al paso algún espanto para despeñarlo cerro abajo.

Y regresó en silencio, como el ladrón que sube por una escalera angosta, y cuando estuvo adentro actuó como si nunca hubiera partido. Ella no pudo detenerlo, lo vio colgar una hamaca para huir de su sombra en el sueño de la tarde, lo sintió tomarse su café y comerse su comida y un miedo primitivo le impidió el grito represado, la dentellada del odio. La noche la encontraba siempre acurrucada en el terror, y a la tercera madrugada despertó con una mano enorme amordazándole los labios y otra hurgando entre sus piernas; trató de librarse, de morder, de soltar el escupitajo atroz, pero de nada valieron la contracción agónica ni el estertor (ni siquiera tenía uñas, para rajarlo...) él entró en ella silbando ultrajes, violentándola, y abrió su compás de cerradura absorta con un insulto de fuerza cobarde. Después vino aquella negrura, aquel palpitar de tegumentos. Erupción de salpullido blanco era el agua en los rincones.

El salitre le secó las lágrimas y se incorporó adolorida. Antes del baño, antes del desayuno efervescente, buscó el machete y fue a tajarlo en sangre mientras dormía, pero la hamaca ya no estaba y el olor ácido de su presencia hacía rato que no envenenaba el cobertizo. Caminó arrastrando el filo ansioso del machete por las losas de piedra del patio, llanto de chispas derramado, y salió al baldío. El cadáver abierto en canal de la alberca vacía era un mausoleo de culebras con viruela de cangrejos en el rostro de los charcos. Se detuvo en la orilla, sobre el espinazo de un trampolín destartalado, y miró los fósiles serpenteando contra el mosaico verdoso, lanzó el machete por no arrojarse ella y el metal reverberó con un chasquido reseco. En el fondo, los cangrejos azules de alicates nerviosos desaparecieron velozmente entre las grietas. Tras el puente el mar, con sus olas de plomo, y dentro de ella, y también dentro del mar, las anclas y las cadenas y el grito primordial de los cetáceos.
Esa mañana bebió más tabletas que nunca, y la palidez de la bóveda angulada de su rostro, poblada de noches lácteas, acusaba la invasión de prolongados eclipses. Entró al baño, desnuda y con sandalias, el espejo reflejó los cardenales encendidos del maltrato y sus aborrecidas marcas de nacimiento. Las caderas consteladas de púrpura (hematomas inciertos) junto a centenares de pecas —temblorosas estrellas pigmentadas— como manchas pirograbadas por su entraña en la superficie geográfica del cuerpo... y aquellos lunares, tatuados desde lo hondo por una genética de aguja feroz con la tinta indeleble de la herencia. Silueta de nebulosa en implosión, textura de duro mineral recién nacido; el cuerpo: un país de cartografía martirizada cortado por duros paralelos de sombra.

De esto hacían ya dos meses, dos vueltas de luna y de calendario. Mareaba con frecuencia, siempre le sucedía en el sopor inerte de la cuaresma, pero durante las últimas dos semanas no podía cargar un saco de sal y reventarlo contra el hielo sin sentir la misma libélula de la tensión arterial en la boca del estómago, esas ganas urgentes por la orina y la inconveniencia de su incestuosa condición como un peso más sobre los hombros. Introdujo la mano en el saco salado (siempre había amado la sal, su disolución, su cristalización, su dulce capacidad corrosiva. Siendo niña su madre la castigó muchas veces por lamer a escondidas los bloques de sal puestos para las yeguas en el cobertizo) y la extrajo, escarchada por el sodio que tanto preserva de la corrupción y del error, sal que en otros tiempos fue sagrada, mano de sal que rozaba luego con sus labios mientras soñaba con tanto placer que no conocía, como no conoció nunca las lentejuelas ni el tacto mórbido de la seda. Entonces fraguó en el resentimiento la manera absurda de perpetrar lo inevitable, de extirpar aquel rasgo intruso, indeseado… Que lástima, ya ni siquiera quedaban yeguas.

Un mes intoxicándose con la pócima efervescente, un mes lamiendo sal como un naufrago. Las turbinas del frío murmuraban bajo el foco agonizante de los almacenes.
Entro a la casa y puso a hervir agua para el baño. Tragó en dos buches el Alka-Seltzer recién brotado, enhebrando su sed en la turbulencia química, y una vez la tina estuvo lista, humeante, vació minuciosamente más de cien tabletas en el agua.

Soltando su larga trenza —le rozaba las nalgas— se hundió en el artificio del pozo termal. La caricia hipnótica del carbono liberado adormecía la tragedia, su trenza barría las tablas del entarimado de punto de Hungría mientras el vaso, con su frágil costra blanca sobre las paredes, descansaba, reseco, sobre el piso. Ese día se había puesto aretes de plata, extraños, quemados en pocas horas hasta la negrura por el desorden hormonal.
Durmió rápida, otra vez en la fiebre del miedo, sueño de página rasgada y contractura de diafragmas (Soñó a su lado, en la tina, a un hombre que era un solo espumarajo de vidrio, un largo salivazo cartilaginoso, vistiendo en la piel un color que no era el de esta vida) Despertó atormentada, con un punzón de culpa clavado en el fondo del vientre y el calambre del extravío caracoleando en la pelvis desgranada. El agua aún hervía, arremolinando coágulos de sodio, pero ahora la sangre teñía las burbujas con su tono insidioso, característico de la ausencia... De haber sido niña, su nombre sería Beatriz... Miró a través de los ojos anegados, a través del dolor, y el puente permanecía — suicida fracasado— levitando allá, lejano, en el vacío.
Las sandalias duermen ahora como dos peces galvanizados, varados en los espigones del puerto gris de sus cabellos.

® Sergio Márquez.
Powered By Blogger